EL SECRETO DE VILLAR CAPITULO II

26.10.2014 18:22

CAPITULO II

MADRID

 

Poco recuerdo de aquella primavera y el verano que la siguió. Todo está confuso en mi mente. Retazos que van y vienen dejándome llena de desasosiego, como las pesadillas que empecé a sufrir, en las que corría y corría sintiendo el corazón en mis sienes. Sin apenas darme cuenta me desperté en Madrid, en casa del tío Juan y la tía Mercedes.

Al abrir los ojos me encontré en un lugar extraño y con gente que apenas conocía a pesar del parentesco, ni rastro de mamá y de la abuela. Me explicaron que había estado enferma y que me trasladaron hasta allí para poder sanarme. La abuela y mamá no pudieron quedarse, "no había sitio en aquella casa pequeña", dijeron.
Aún estuve un par de semanas más sin levantarme, sentía nauseas cada vez que intentaba incorporarme, además no quería. Estaba enfadada, mi madre nunca me había dejado sola ni en los peores momentos y no entendía que me hubiese abandonado allí. Aquella casa era triste, silenciosa, siempre hablando en susurros o rezando el rosario.

Cuando por fin pude levantarme y me sentaron en una butaca frente al balcón, acabé de hundirme, no había árboles, ni prados, ni se oía el canto de los pájaros. Era invierno y no llovía pero el frío entraba por cualquier hueco instalándose en mi alma. Sólo podía ver una calle empedrada por donde de vez en cuando pasaba algún coche, un carro,  mujeres camino de algún sitio. En otras ocasiones algún niño cruzaba la calle gritando y entonces mi mirada se llenaba de luz, para apagarse minutos después, al entrar la tía Mercedes a rezar el rosario. 


- ¡Vamos Mara! -Decía acompañándome a la cama- es hora de rezar.

No contestaba, en aquellos días me costaba mucho articular palabra, no sé si no podía o no quería, el caso es que la miraba fijamente y ella me sonreía.

 
-  El señor ha querido que te recuperaras -decía arropándome cariñosa- Y hemos de agradecérselo. ¿Querrás hoy rezar conmigo? ¿no? -preguntaba mientras yo dirigía mis ojos hacia otro lado- No importa lo haré sola. Pronto estarás bien del todo y podremos hacerlo juntas.

Sacaba del bolsillo de su vestido oscuro, un rosario de cuentas negras y se persignaba... "Señor mío Jesucristo, Dios y Hombre verdadero,...". Cuenta a cuenta
iba desgranando aquellas bolitas negras, tres avemarías y gloria, misterios gozosos, dolorosos, gloriosos y luminosos, según el día, padrenuestros, jaculatorias... La oía y su susurro me adormecía, hasta que ella muy suavemente me despertaba y volvía a sonreír.

¡Qué podría decir de mis tíos! Eran buena gente, tristes y apagados pero de buen corazón, tanto que no se desesperaban por mi negativa a hablar, a veces a comer o a levantarme de la cama. El tío Juan era hermano de mi padre pero, a pesar de un ligero parecido físico, era completamente distinto. Aunque en mis recuerdos mi padre estaba apesadumbrado y su salud era frágil, en ocasiones sus ojos chispeaban y reían. Intenté buscar esa chispa el los de mi tío pero no lo hallé, aunque si una paz que pocos pudieron darme en el transcurso de los años.

Ellos no habían podido tener hijos y se sentían dichosos de tenerme, les parecía una bendición que "el Señor", como decían, me hubiera llevado hasta allí. Fuero amables, cariñosos y pacientes. Las noches en que me despertaba envuelta en sudor, chillando como una loca, cuando una de aquellas temibles pesadillas me acosaba, estaban junto a mí, enjugando mis lágrimas, abrazando mi cuerpo tembloroso, dándome agua para tranquilizarme. En esos años fueron mis padres, mamá y la abuela venían de vez en cuando pero mamá no parecía la misma. Nerviosa, con la mirada esquiva preguntaba qué tal me encontraba, me decía que había crecido, que estaba muy guapa, me abrazaba como si fuera la última vez y luego se alejaba con lágrimas en los ojos.

En Madrid, empecé el colegio, mis tíos decidieron que era hora de que comenzase a relacionarme con otras niñas de mi edad.  

  
- Mejorará, Mercedes -repetía el tío Juan cogiendo las manos de su mujer- El contacto con otras muchachas la hará olvidar.

¿Olvidar el qué? ¿Olvidar a la abuela, a mamá? ¿Qué tenía que olvidar si apenas tenía recuerdos? Mis preguntas nunca obtenían respuestas, sólo miradas dulces y cambios de conversación.

Como era de esperar me llevaron a un colegio de monjas, donde las niñas y los niños no iban juntos a clase. Nos separaba un alto patio, al que en ciertas ocasiones algún muchacho temerario intentaba asomarse llevándose como recompensa un buen tirón de orejas o clase hasta la caída del sol. Me gustaba aprender aunque las monjas no contestaran a la mayoría de las preguntas que consideraban inconvenientes. En más de una ocasión llamaron a casa e hicieron venir a los tíos para decirles que hablaba poco pero que cuando lo hacía mi boca parecía ser guiada por satanás. No sé qué les contaba el tío Juan el caso es que la madre superiora movía ligeramente la cabeza me miraba con cara de circunstancias y con unas palmadas en el hombro me llevaba de nuevo a clase.

- Mara -me sermoneaba dulcemente el tío- Hay cosas que es mejor no preguntar, no son tiempos para alguna de esas dudas que tienes. Eso es mejor que lo preguntes en casa y nosotros intentaremos contestarte lo mejor que podamos. Deja a las hermanas tranquilas que son muy propensas a escandalizarse.- Me daba la mano y me llevaba a casa, no sin antes parar y comprarme un par de castañas en la castañera de la esquina.

Fueron años dulces, pero aburridos.

Recuerdo como si fuera hoy las pesadas clases, vestida con aquel uniforme azul que me irritaba la piel. Aún tengo en mi memoria aquellos picores y los manotazos de las hermanas cuando me veían arrascarme desesperada.

    
- ¡Una señorita no debe hacer eso! -decía Sor Teresa.

       
- ¡Hermana no puedo evitarlo! -protestaba yo frotando la parte en la que su mano había caído inesperadamente.

       
- ¡Pues aguantas! ¡No eres una muerta de hambre llena de piojos! ¿O quieres que todos crean que los tienes? Eso es lo que pensarán si ven que te arrascas de esa manera...

Agachaba la cabeza y en silencio me dirigía a clase, poniéndome roja del escozor pero inmutable ante ellas. Llegaba a casa corriendo y la tía Mercedes me envolvía en polvos de talco y me ponía un suave vestido de algodón. Así un día tras otro, un año tras otro... Esperando siempre a que en vacaciones mamá me llevase con ella al pueblo. Y de nuevo la desilusión de su negativa... Los tíos veraneaban en Santander, no al principio, las cosas no estaban para irse de vacaciones, pero después encontró un buen puesto en una empresa eléctrica, de asesor y desde entonces nada nos faltó en casa. Yo tenía bonitos vestidos y como decía veraneábamos en Santander. Alquilaban una pequeña casa desde la que se veía el mar.

Para mí era lo más parecido a la libertad, en este tiempo dejaban que me quitara la faja, "esa terrible arma de matar mujeres", como decía mi amiga Elvira e
incluso ponerme un bañador. ¡Qué bonito aquel que me compró la tía de rayas blancas y azules que llevaba una faldita incorporada! Poder meterse en el agua
fría y nadar entre las olas era una bendición, eso sí, bajo la supervisión de mis tíos que además se empeñaban en relacionarme con las hijas de sus amistades, las cuales a mí me parecían sosas y superfluas.

Sólo a Elvira y Candela podía considerarlas mis amigas, aunque para los tíos fueses precisamente las menos recomendables, las únicas que sabían de mi tristeza y desilusión. Ellas se encargaban de que mi existencia fuese más divertida, tanto en el colegio como en Santander, con sus locuras y travesuras. Ellas me enseñaron como maquillarme las piernas para que pareciera que llevaba medias, los trucos para que el moño pareciera llevar muchas horquillas, algo
obligatorio símbolo de la compostura y saber hacer, pero que pudiera hacerse y deshacerse en un momento. Con ellas podía ser "yo misma" sin reprimendas, sin poses, sin esa rigidez que exigían las normas sociales que me acorralaban.

Días de misa, de rosario, de vigilias, de cuaresma, tardes de paseo por la Plaza Mayor, churros y chocolate en San Ginés, noches de angustia y soledad plagada de pesadillas.

Al acabar el colegio, fui una de las pocas que fue a la universidad, quería ser maestra. No sé si por vocación o por volver a mi pequeño pueblo. Conseguí la aprobación gracias a mamá, que en una de sus visitas anuales dijo que quería que estudiase, que a papá le hubiera gustado verme en la universidad. Además era una carrera para mujeres y en el fondo pensaban que serviría para hacerme una mujer más apreciada para un hombre, mi futuro marido.

Así mi preparación en magisterio estuvo acompañada de lecciones de costura, que ya daba desde niña, un poco de piano, no estaba de más que pudiese deleitar a los presentes con mi talento, y cocina; Pues "que mujer que se precie no sabe cocinar y llevar una casa". Las clases eran mixtas pero las chicas, muy pocas, nos sentábamos en un lado del aula  y había poco contacto con el otro sexo, al que se miraba de hurtadillas.

Y... ahora estoy aquí, la tía Mercedes y el tío Juan me han acompañado a recoger mi título, me miran orgullosos y felices. En este tiempo han envejecido un poco. Mi tío tiene el pelo casi canoso y su bigote es totalmente blanco; la tía está un poco más gordita y alguna cana ha empezado a aparecer por sus sienes pero su aspecto es inmaculado como la primera vez que la vi.

       
- Mara, cariño -dice la tía cogiendo mis manos-  ¡Que orgullosos estamos de ti! Para celebrarlo vamos a ir a comer a un restaurante, a ese que a ti te gusta tanto de la Plaza de España. ¿Te parece? -asentí con una sonrisa- Pero antes vamos a pasarnos por la calle Arenal a que te hagas una bonita foto de estudio que nos recuerde a todos este día. Tu madre se pondrá muy contenta cuando la reciba.

No creo que a mi madre le importe demasiado, ya que sólo me ha visitado una vez al año desde que llegué aquí. Ahora tengo veintiuno y no creo que sus costumbres cambien. Sé que "no cambiará" por eso he de conseguir volver a casa siendo maestra y dando clase a los niños de allí. Es tarea difícil, debo convencer al tío Juan y la tía Mercedes. Dos huesos duros de roer ya que se niegan a separarse mí. Vuelvo a sonreír, quiero que ellos compartan mi felicidad y no mis tristezas, vamos a pasar el día juntos y ser felices. Al fin y al cabo siempre he sido una hija para ellos.

El día ha transcurrido feliz. Hemos paseado por los "Jardines del Moro", tomado café en el "Oriente" y comprado violetas de caramelo en la carrera de San
Jerónimo. Esta parte de Madrid ha ido cambiando desde que llegué, la gente va mejor vestida, los coches cruzan por sus calles,  apenas se ven niños con remiendos o desnutridos. Aquí parece que todo ha vuelto a la normalidad. Como si nunca hubiese habido una guerra.

Sé qué no es así. Sé que saliendo de mi círculo de protección, la gente no va ricamente vestida, ni toma caramelos de violeta, si es que saben que existen, y
me siento mal por ellos y por mí. He tenido una vida cómoda, quizá por eso mamá me envió a aquí, a una ciudad  llena de luz, hermosa, maquillada de todas sus miserias. Quizá no quiso que viera más sufrimiento y pobreza. No se dio cuenta, tal vez, de que yo me parezco mucho a papá, y por muchos velos que me tapen puedo ver tras ellos. Sin que  lo supieran muchas tardes en las que debía estar en la biblioteca de al lado de casa, a la que no me acompañaban, yo las
pasaba a las afueras de es burbuja en la que me protegían, ayudando a otros más desafortunados que yo, llevándoles comida a hurtadillas, enseñando a leer a niños y grandes y quitando horas de sueño de la noche para recuperar esas horas que me llenaban de paz. Me habían enseñado a ocultar mis emociones y ante ellos soy la perfecta señorita burguesa, luego está mi otro yo, el que sufre viendo las heridas producidas, los ojos hambrientos y los niños descalzos por la calle. Pero como he dicho hoy es su día y volvemos por las calles iluminadas con gente como nosotros que caminan sin prisa y sin preocupaciones.


Al llegar a casa nos ha abierto Martina, la señora que contrataron mis tíos cuando todo empezó a mejorar, es una señora asturiana que se quedó viuda y vino a trabajar a Madrid. Sus hijos están allá. Y no ve el día en que pueda reunirse con ellos. Me da un poco de envidia cuando me habla de sus niños con tanta
pasión, ¡me gustaría tanto que mi madre hablara así de mí!

       
- Buenas noches señores -conserva su acento cantarín, ese que a mí me llena de nostalgia- La señorita Mara ha recibido una carta de su abuela.

       
- ¿Una carta de la abuela? -pregunto extrañada. La abuela casi nunca escribe.

       
- Sí, señorita. -responde entregándome el sobre.

He dejado el bolso en la silla de la entrada y he empezado a abrirlo atropelladamente. Algo en mi pecho me dice que no son buenas noticias. Mi pulso
tiembla y mi respiración está muy agitada. A penas puedo leer: ..."mamá.... muy enferma... ven... abuela María".

       
- Debo partir -acierto a decir con lágrimas en los ojos- La abuela quiere que vuelva. -He dado la carta al tío Juan que se ha acercado a mi cuando ha notado la palidez de mi rostro y he salido corriendo a mi habitación.

"Mamá muy enferma" -pienso dejándome caer en la cama. La tía Mercedes entra en el cuarto sin llamar y me envuelve en sus brazos.

     
- No te preocupes de nada mi niña -dice retirando las lágrimas que caen silenciosas por mi cara- Ya verás cómo todo se soluciona. Ahora descansa, hija. Mañana por la mañana Martina nos ayudará con tus cosas y podrás irte a verla. El tío Juan se encargará de sacar los billetes. Puedo acompañarte y... si tú quieres...

     
- No, gracias tía. Una persona de la confianza de la abuela vendrá a recogerme. No te preocupes.

     
- ¿Cómo no voy a preocuparme? -dijo mirándome a los ojos. Luego los bajó- Entiendo que quieras ir sola ella es tu madre y te necesita.

     
- Tía, tú has sido mi madre durante todo este tiempo. Nunca olvidaré todo lo que habéis hecho por mí, ¡nunca! ... Pero he de afrontar lo que venga sin pensar en que el tío está solo y tu lejos de él. ¿Lo entiendes verdad?

- ¡Claro que sí! Ahora límpiate esa cara, ponte tu camisón y descansa -contestó cariñosa- Tienes unos días difíciles por delante.