Rocío García Arguelles, así se llamaba. Había nacido en Madrid, en un hogar pobre del barrio de Tetuán. Sus padres, enganchados a la heroína, no es que fueran malos, era que siempre estaban ocupados en sus trapicheos y hacían lo que podían por subsistir.
Aprendió pronto que su cuerpo valía una fortuna. Desde los 15 años tenía una figura escultural, con formas voluptuosas que hacían que todos se volviesen a su paso. Sus rasgos salvajes, con ojos grandes y rasgados y labios carnosos, le valieron el sobrenombre de “La Gata”.
Así la conocían todos en la calle de la Montera, donde trabajaba desde siempre. Ahora su hechura no era la que antaño levantara pasiones pero aún tenía su clientela. Los que habían envejecido con ella, a su lado. Porque la Gata no era prostituta, no a la vieja usanza, ella daba amor. Sus asiduos empezaron a venir por su cuerpo y se quedaron por su corazón. Siempre tenía palabras de consuelo para los corazones solitarios o desesperados, un gesto cariñoso como el de una madre, cualquier cosa que necesitasen porque todo lo que ella tenía era para los demás.
Por las mañanas recorría las calles con su cara lavada y su ropa discreta ayudando a todos los desamparados que se encontraba. Cuando era joven intentó ayudar en la parroquia pero la rechazaron por su condición. No podía entenderlo ella era tan creyente como los demás, si no ¿cómo hubiera sobrevivido en esa vida?
Lejos de amilanarla, decidió que hacer el bien no necesitaba parroquias y lo hizo ella misma. Conocía como la palma de su mano a todos sus vecinos, a los que tenían necesidad sobre todo. Lo que ganaba de noche lo gastaba por la mañana en dar de comer a todo el que lo precisase y a su alrededor creció una gratitud que la cuidaba y mimaba sin que ella entendiese tanto desvelo “porque al fin y al cabo ella no era nadie”.
Así transcurría su vida, de día cuidaba de los demás y de noche sus vecinos y amigos cuidaban de ella.
Una tarde al salir de casa se mareó y calló al suelo perdiendo el conocimiento. La ambulancia llegó enseguida, ¡tantos fueron los que la llamaron!, y la ingresaron en el hospital. Por allí pasaron uno por uno los vecinos, amigos, compañeras y todo el que se enteró de la enfermedad de La Gata.
Las noticias que tenían para ella los médicos no eran buenas. Su corazón de tanto darse se había partido y ahora poco se podía hacer a no ser esperar a que llegase el momento.
La Gata, lo tomó como había tomado todo en su existencia:
- Bueno no hay nada que no llegue en esta vida y no iba a ser menos la muerte. –Dijo al doctor con su tono optimista.- Si ha llegado mi hora no puede dejarme aquí mucho tiempo, tengo muchas cosas que hacer antes de partir.
Y así fue, a la semana estaba recorriendo la calle, repartiendo sus pertenencias entre todos sus amigos, hasta que su dolencia la postró en una cama. Sus viejos clientes se turnaron en cuidarla y darle el amor que ella había derrochado con ellos en su juventud.
Una tarde sintió que ya no quedaba tiempo e hizo llamar a un sacerdote, al único en el que confiaba y que no la había juzgado nunca.
- ¡Qué bien D. José que haya podido venir! –exclamó con un hilo de voz, envuelto en sonrisa.
- Aquí estoy Gata, como no iba a acudir a tu llamada. ¿Quieres confesarte? –preguntó el cura con sorna.
- ¡Ay, padre, no se burle! Ya sabe que no. ¡Pero tengo miedo que no haya sitio para mí allá arriba!
- Gata, no hay mujer más buena que tú. Has dado tu vida por los demás.
- Y mi cuerpo, padre no lo olvide, y eso es pecado.
- Rocío –replicó D. José con tono dulce- cuantos quisiéramos tener el sitio guardado que tú tienes. No hay nadie que se haya preocupado más de los que tenía a su alrededor que tú. El señor está en nuestros corazones y el tuyo es puro.
- Dice cosas muy bonitas pero no son para mí. –Agitó la mano dando a entender que eso no era posible- Tengo que pedirle una última cosa.
- ¿Tú a mí? Eso sí que es una novedad Gata- contestó el sacerdote.
- Mire, en esa mesilla hay un dinero guardado. Quiero que se lo dé a la chica nueva, Merche se llama, ella es muy joven y no tiene espíritu para esto. – Hizo ademán de incorporarse pero le fue imposible- Hay que ayudarla padre, antes de que sea tarde, esta vida es muy dura para almas tiernas, ella tiene que vivir de otra forma, ¿me entiende? –dijo en susurro.
- Tranquila Gata, no debes sofocarte. Yo me encargaré de todo. La sacaré de la calle.
- Y en el cajón de la cómoda, hay dinero para los vecinos del cuarto, tendrán al menos para el alquiler de un par de meses. Lo demás padre, haga con ello lo que quiera. Poco hay, lo repartí antes, pero seguro que alguien aprovechará lo que queda.
Cerró los ojos, cansada por el esfuerzo. D. José acarició sus sienes, se puso el sobrepelliz y la estola morada.
- La paz sea en esta casa –dijo
- Padre, no puede hacer esto –dijo La Gata sin abrir los ojos- Yo no me arrepiento de nada. Lo que hice lo hice por amor, ¿Qué otra cosa podía hacer?
- Por eso Gata, por tu amor hacia los demás yo te absuelvo y perdono todo el mal que hayas podido causar – le ungió la frente con el óleo sagrado y le dio la cruz para besarla.
Ella la besó y una lágrima calló de sus ojos rasgados, esos que nunca más volverían a abrirse.
Cuando llegó el momento, no cabía un alma en su casa, todos estaban allí, ricos y pobres, acompañando su partida con el corazón triste y lleno de pena. Se iba La Gata, su risa, su alegría y optimismo se marchaban con ella y los dejaba huérfanos.
Y se fue con un suave suspiro, sabiendo que a pesar de todo había gente que la quería, que la respetaba y la echaría un poquito de menos.
No hubo nadie que no la acompañara al cementerio de la Almudena. No hubo misas, ni llantos; La Gata no lo hubiese permitido.
Su lápida sencilla se encuentra siempre rodeada de rosas, jazmines y claveles, “no de crisantemos que son flores tristes de cementerio”, como solía decir cuando ella misma visitaba el camposanto.
“Aquí yace Rocío García Arguelles “La Gata”, todos los que la conocieron tuvieron su amor. Descanse en paz”.