Alicia tenía treinta y dos años cuando le conoció. En aquel entonces ella una joven ejecutiva en la cima del triunfo. Directora de una empresa de publicidad, aprovechaba su gran belleza y sus dotes de persuasión y las aderezaba con un punto de agresividad e inteligencia para conseguir las cuentas más importantes. Vivía bien, tenía un ático en el barrio de Salamanca, vestía firmas de moda y viajaba por todo el mundo, bien por trabajo o por diversión. En uno de esos viajes de trabajo coincidió con Fernando y se dijo que era el tipo de hombre que ella necesitaba. No le faltaba de nada, era guapo, inteligente, cariñoso, muy detallista y rico, sobre todo rico.
La boda se celebró a los pocos meses por todo lo alto y fue publicada en los “ecos de sociedad”. Decidieron ir a vivir a las afueras de Madrid, a una de esas urbanizaciones donde se retiran las grandes celebridades a salvo de miradas indiscretas. Estaba viviendo un sueño, una mansión para su disfrute, servicio que se encargaba de ella, un amplio jardín donde perderse y hasta caballerizas.
Era feliz, tenía todo lo que una mujer pudiese desear, trabajo, marido, dinero, reconocimiento social y… ahora esperaba su primer hijo. Fernando era un cielo, siempre pendiente de ella. Se sentaba a su lado en el sofá después de la cena y acariciaba con ternura su vientre.
- ¿Crees de veras que es necesario que sigas trabajando cuando nazca el bebé? –decía acariciando su pelo dulcemente.
- Sabes que es importante para mí. –Respondía ella acurrucándose en su pecho.
- Cuando nazca nuestro niño, porqué será niño, te lo volveré a preguntar, entonces ya veremos que me contestas.
Alicia tuvo una preciosa niña, a la que llamarón Sofía en recuerdo de la madre de Fernando ya fallecida. Y poco a poco fue dejando su trabajo para dedicarse a ella, le parecía importante dedicarle su tiempo, verla crecer… Fernando tenía razón, no necesitaba su empleo para sentirse feliz, ellos eran lo más importante en su vida y querían tener más hijos, una gran familia a la que cuidar, sentir a los niños correr por la casa, salir al jardín y verlos jugar… Y sus deseos fueron cumplidos, tuvieron tres hijas más, Verónica, Alejandra y Alicia. El nacimiento de ésta fue complicado y tras una operación delicada perdió la posibilidad de tener más descendencia.
Nunca hubiera imaginado que este hecho cambiaría su vida. Al principio eran pequeños detalles, a los que no quiso dar importancia, luego vinieron los reproches, sutiles al principio, claros y abusivos después. Fernando el hombre que ella creía maravilloso, que la había hecho sentir tan especial, tan hermosa entre la mujeres, tan afortunada, ahora la menospreciaba y la humillaba a la mínima ocasión. Su familia le aconsejaba que volviera al trabajo, que recuperara su vida perdida y que se alejase de aquel hombre que la avasallaba pero se negaba diciendo siempre que se le pasaría, que era la desilusión por no poder tener más niños, que pronto lo aceptaría, que hablaría con él y todo se arreglaría. Los días pasaban y nada cambiaba, ni siquiera parecía tener apego hacia sus hijas, se armó de valor y le propuso volver al trabajo, serían unas pocas horas nada más, las tardes las tendría libres para dedicarse a ellos. Fue la primera paliza, la pilló tan de sorpresa que ni siquiera puso resistencia, recibió los golpes con estupor, era como una pesadilla de la que no fuera capaz de despertar, aquel hombre que la golpeaba sin piedad era un desconocido. Su rostro, sus manos, sus palabras eran de otra persona ajena a ella, alguien que se ocultaba detrás del que ella conocía, no podía ser él, no era posible…
Roto el hechizo, las palizas fueron constantes. Alicia se sentía culpable y hasta cierto punto las comprendía. Él se lo había dado todo: cariño, posición social, comodidad, a sus hijas. En cambio ella no había aportado nada, una cara bonita que se estropearía con el tiempo pero lo más importante, un hijo varón, no había sido capaz de dárselo. Después de la culpa llegó la vergüenza, ¿cómo decir a su familia lo que estaba ocurriendo?, nadie debía saberlo, ocultarlo era lo más sensato. Hacer creer que todo iba bien, que era feliz se hizo para ella primordial, al fin y al cabo ella tenía la culpa.
Procuraba que las niñas se acostaran pronto para evitar que se pusiera de mal humor con alguna de sus travesuras, al servicio le dispensaba de sus labores y ella se sentaba rígida en el sofá esperando su llegada. Al sonar el timbre, su corazón se aceleraba, se miraba en el espejo y colocaba su pelo y su ropa para parecer perfecta, lo hacía en milésimas de segundo para no hacerle esperar. El entraba apenas sin mirarla, sin un beso… Ella tenía la mesa preparada con la cena caliente que le servía con celeridad y una sonrisa. Si todo había ido bien en la oficina, la noche podía pasar sin sobresaltos, salvo cuando la requería en su cama, algo que ella ya no podía dar y que él tomaba por la fuerza. Si venía enfadado, nada de lo que hiciera la salvaba de un pescozón, pellizcos o palabras soeces y si, involuntariamente a pesar del cuidado puesto en todo, se equivocaba él la pegaba sin piedad.
Así transcurrían sus días, lo que antes fue un sueño se había convertido en terror, el pánico la atenazaba de día y de noche, no salía de casa, no visitaba a nadie ni dejaba que nadie se acercase hasta ella. Vivía aislada con su culpa, con su miedo, con su drama diario sin decir una palabra, aguantando estoicamente lo que ella misma creía haberse buscado.
Una de las palizas fue tan brutal que tuvieron que ingresarla en el hospital. Alicia relató que se había caído por las escaleras al tropezarse con uno de los juguetes de las niñas pero sus esfuerzos por ocultar la verdad fueron inútiles. Su madre no pudo más y se encaró con su yerno que negó rotundamente que el fuese el culpable de la situación de su hija, es más, posiblemente ellos eran los culpables de que Alicia estuviera tan despistada metiéndole cosas raras en la cabeza.
Estuvo un mes en el hospital y cuando salió no parecía ni su sombra. Nada quedaba en ella de lo que fuera antaño, ni siquiera un asomo de lo que pudo ser y no fue. Si alguna vez hubo un atisbo de resistencia, ahora ese sentimiento estaba oculto tras la resignación y la indiferencia hacia su propia vida. Por no sentir, ya no sentía ni miedo, era como un fantasma que vagase por la casa, sin palabras, sin hacer ruido como una nube pasa por el cielo sin descargar tormenta.
Nada podían hacer sus familiares ante aquella negación pasiva, sus voces no llegaban hasta ella, se había encerrado en un conformismo paciente del que no quería salir.
Ni siquiera Fernando podía hacerla daño, maltrataba su cuerpo pero su espíritu ya estaba lejos de todo aquello y esto aún le enfurecía más. Su apatía, la indiferencia que le mostraba, los silencios de su presencia, aquella mirada ausente le volvían loco y entonces en su mente infame y miserable se fue forjando una venganza. Sólo había una forma de seguir haciéndola sufrir: a través de sus hijas.
Entonces su ira se dirigió hacia ellas, cuatro niñas de entre nueve y dos años que no podían defenderse y que corrían asustadas hacia su madre.
Lo que no sabía Fernando era que su venganza era lo que necesitaba Alicia para sobrevivir. Sus hijas eran lo único verdadero que había en su vida, lo que había perdurado inalterable desde que comenzó aquella tortura. Los reproches e insultos a las niñas fueron los que despertaron su alma, los que abrieron sus ojos. Ella no era la culpable, si acaso de dejarse engañar por aquel lobo con piel de cordero, dentro de sí misma escondida y atemorizada encontró a la Alicia con iniciativa, con fuerza e inteligencia que miraba impasible a la otra Alicia débil y vencida. No dejaría que ellas sufrieran aquel infierno, no era justo, ellas no.
Calladamente sin levantar sospechas fue elaborando un plan de fuga, para ello contó con la ayuda de su madre y de un notario amigo de sus tiempos de bonanza. El ático del barrio de Salamanca seguía siendo suyo, entre otras cosas porque Alicia lo había puesto a nombre de su madre también, a ella le otorgó todos los poderes para poder venderlo discretamente, necesitaba el dinero para salir fuera del país con sus hijas. Aquí sería imposible librarse de él, tenía demasiado poder e influencias para lograrlo.
El día llegó, mandó a sus hijas con la niñera a casa de su madre, ésta ya tenía instrucciones de qué hacer en caso de que algo saliera mal, quería que si alguna cosa fallaba estuvieran a salvo. Se encontraba cerca de la verja del jardín que daba a la calle cuando Fernando la tomó por el talle, intentó mantenerse serena e impasible como siempre.
- ¿A dónde vas? –preguntó amenazador.
Ella no contestó.
- ¿No me has oído? –la zarandeó cogiéndola por los brazos- ¿Creías que no iba a enterarme?
Alicia pensó en las niñas y el terror asomó a sus ojos ocultándolo bajando la cabeza.
- Esa vieja loca y tú pensasteis que podríais vender la casa sin que yo supiera nada, ¿no es cierto? –la dio una bofetada que la hizo caer al césped.
Ella se hizo un ovillo en el suelo. “Será la última –pensó con ironía- si sobrevivo”.
Fernando estaba como loco, la golpeaba con las manos y los pies.
- ¡Eres tan tonta que pensaste que podrías salir de aquí! –la levantó con un brazo y con el otro le dio un fuerte puñetazo.
Alicia gritó de dolor.
- ¡Nunca saldrás viva de aquí! ¡Nunca! ¿Me oyes? ¡Eres mía y haré lo que quiera contigo!
Fernando se tiró sobre ella y la agarró por la garganta.
- Ahora apretaré fuerte hasta sentir que tu cuello se rompe –dijo entre dientes- hasta que se escape tu último aliento y luego haré lo mismo con tus hijas.
Empezó a reírse haciendo que a Alicia se le helara la sangre, las fuerzas la iban abandonando y cerró los ojos.
Al abrirlos se encontraba en la cama de un hospital, con fuertes dolores que la recordaban que aún estaba viva. Una enfermera se le acercó sonriendo, aquella sonrisa le pareció la más hermosa del mundo.
- ¿Y mis hijas? –preguntó tomando conciencia.
- Todo está bien, hay unos señores afuera que quieren hablar con usted –se siente con fuerzas para hacerlo.
Alicia sintió un escalofrío que recorrió todo su cuerpo y asintió con la cabeza.
Entraron una mujer y un hombre vestidos de uniforme.
- ¿Mis hijas? ¿Están bien? –preguntó angustiada.
- No se preocupe, sus hijas están bien. Están con su madre. –respondió la mujer tranquilizándola.
- Hemos detenido a su marido –continuó el hombre sacando una libreta- La encontramos medio muerta en el jardín.
Alicia suspiró aliviada.
- Fue él. Mi marido quiso matarme.
Alicia ha recuperado su vida, lejos de Fernando que cumple condena, lejos del infierno que vivió.
Ahora, desde el anonimato, intenta concienciar a otras mujeres, que como ella, han creído que se merecen el maltrato y la denigración a las que les someten, de que la vergüenza y la culpabilidad no deben existir pertenezcas a una clase social u otra, que el maltratador es el único culpable.
Y sobre todo que siempre serás una persona válida, importante e independiente capaz de conseguir lo que te propongas.
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